LA PASIÓN DEL FÚTBOL

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El Unión Magdalena y el descenso a los avernos

(No se tomen esto muy en serio)

Aquella tarde el sol no brillaba en Santa Marta. Los transeúntes, acostumbrados a andar ligeros de ropa, miraban el cielo gris con preocupación mientras, con frío, se frotaban los brazos y pensaban en cómo hacer para cubrirse del temporal que acechaba. Frente a la pared verde de la tienda Piso Alto –famoso lugar de encuentro de los hinchas del Unión Magdalena, el equipo de fútbol de la ciudad costeña–, estaba recostado contra el popular aviso de “Víveres, rancho y licores” Éimer Ochoa, fiel seguidor del Ciclón bananero, mirando preocupado hacia lo alto. Él, aún estudiante universitario, veinteañero y orgulloso samario, había estado preocupado durante toda su vida por el pobre desempeño que había tenido su más grande amor; por la misma razón, nunca había sentido tanta angustia como en el transcurso del último año y jamás había sentido una opresión en su pecho tan aguda como la que ahora lo obligaba a permanecer parado y melancólico, contemplando el cielo. Éimer siempre ha creído que en el cielo está escrito el destino, por lo que vaciló asustado antes de estirar su brazo para, al sentir que algunas gotas caían sobre su mano, bajar la mirada y murmurar: “creo que hoy descendemos”. Dos de sus amigos que esperaban sentados la llegada del momento crucial de ese día gris, ataviados con camisas y banderas azules y rojas, golpearon fuertemente sus botellas de cerveza contra la mesa en la que se encontraban y miraron a su compañero con algo de rencor. “Esas cosas no se dicen”, protestó Alberto López, un estudiante graduado de Hotelería que comenzaba a hacer una pasantía en el hotel Zuana de su amada ciudad natal. “Y menos en estos momentos”, lo apoyó Yesid Mejía, su compañero de carrera. Éimer los miró en silencio con una cara fatalista y los tres se quedaron callados, mientras Alberto y Yesid se unían a su amigo, observando preocupados el cielo.

Era el 31 de Octubre de 1999, la decimoctava fecha del torneo finalización del fútbol colombiano y el Atlético Huila, rival directo en la tabla de promedios, había perdido su partido contra el Deportes Tolima en Ibagué por 2-1. Aunque quedaban cuatro fechas por jugarse después de esta –incluida la del clásico ante el Junior–, el de esta tarde era el partido definitivo, era la última oportunidad para el Unión Magdalena de salvarse del horror de caer ante la humillación del descenso y jugar en la segunda categoría del fútbol nacional. Pero, para eso, se necesitaba la victoria y el milagro improbable de tres nuevas derrotas del Huila. Sin embargo, aún permanecía una esperanza casi ciega: en el estadio Eduardo Santos, ubicado en la parte oriental del centro de la ciudad, en la Calle 19 con Avenida del Libertador, el Unión se preparaba para recibir, en un último y desesperado intento por no sucumbir, al América de Cali, clasificado desde Junio de ese año a la final del torneo (por haber ganado el torneo Apertura) y que no tenía cosa alguna en juego.
Aunque era el día de Hallowe’en nadie estaba disfrazado, en cambio, todos estaban uniformados y los más afortunados, pintados del color del Magdalena comenzaban a llegar y a llenar los 15.000 lugares del estadio, mientras que los demás se acomodaban frente al televisor de alguna tienda o frente al sofá de sus casas. Poco a poco las calles se iban despejando y, como era un domingo, toda la ciudad se alistaba a recibir el partido. Desde los barrios cercanos, los siempre presentes hinchas del lateral norte comenzaban a ocupar sus lugares; al tiempo que, desde varios municipios del departamento, como Ciénaga, comenzaban a aparecer los buses cargados de banderas y hombres y mujeres con la cara pintada. A pesar de la pésima temporada, en prácticamente todas las fechas jugadas en casa, el Unión Magdalena llenó su estadio. Los hinchas acompañaron al equipo durante todo el año, como si cada partido valiera un campeonato y ante las persistentes derrotas, la continua decepción y las preocupantes cuentas de calculadora, cada fecha restante se presentaba como una nueva oportunidad para escapar al desastre y cada partido más hinchas colmaban el estadio, pues las chances se iban agotando y cada resultado parecía el más importante de la temporada. Contra el América era la última oportunidad, era el partido más importante en años, el estadio estaba a reventar.
Dentro del vestuario del estadio, los jugadores del Unión, dirigidos por Gabriel “Barrabás” Gómez estaban calentando. Pateaban balones y corrían de un lado al otro tratando de escapar de la tensión del momento y de ocultar los nervios y los temblores que ninguno podía evitar. José “el Mono” Herrera, cienagueño y Carlos “la Piña” Mendoza, samario, discutían mientras estiraban, tratando de darse ánimo, pues sabían lo que significaría que el equipo de sus amores descendiera, ya que sus nombres quedarían manchados por siempre en su tierra y sus familiares, vecinos y amigos jamás terminarían de reclamarles por haber cometido el mayor pecado concebible. “¡No podemos descender con el Unión!”, se repetían. Mientras tanto, Yesid Trujillo, temeroso de los planes de Dios, se alejaba del balón y de sus compañeros por unos segundos y se arrodillaba en el concreto del camerino, cerrando los ojos y alzando sus brazos, para implorarle ayuda al altísimo. ‘Barrabás’, técnico de fuerte temperamento, usualmente no permitía este estallido de emoción durante el calentamiento, pero ahora no encontraba fuerzas para reprehender a sus jugadores por la distracción y tan sólo los ojeaba, caminando impaciente por varios lugares del vestuario.
Eduardo Ávila, dueño del equipo desde haberlo heredado de su padre, estaba entrando al estadio, por lo que comenzó una ola de insultos generalizados desde las tribunas. Además de haberlos dejado a un paso del descenso, los hinchas del Unión ya habían tenido que aguantarse demasiadas de sus cosas. En 1995, diciendo que el apoyo en Santa Marta hacia el equipo no bastaba, llevó al Unión a jugar en Montería, declarando que el Ciclón era su equipo y que podía ponerlo a jugar en su finca si así lo deseaba; dos años después, luego de que el equipo volviera a su casa, decidió hacer contrataciones y despidos arbitrariamente, causando una desastrosa temporada en el ’98, que dejaron al Magdalena como primer candidato al descenso; también, a causa de una riña personal, decidió cambiar al presidente José Gregorio Sánchez, a mitad de temporada y a pesar de su buena gestión, reemplazándolo con José Manuel del Gordo, hasta cansarse de él también y decidir nombrarse a sí mismo presidente de la institución. Además, para calmar los ánimos luego de que el equipo terminara en la penúltima posición, y quizás porque no se había informado bien acerca de las reglas del torneo colombiano, aseguró que en la tabla del promedio se contaban las últimas cuatro temporadas y no, como de hecho se hacía, las últimas tres. Así que, al inicio del torneo del ’99, Ávila declaró que, aún perdiendo todos los puntos en juego, se salvarían del descenso. Por lo tanto, cuando, bajo la dirección técnica de Miguel Augusto Prince, en la primera mitad del torneo, el Magdalena quedó penúltimo, con 22 puntos obtenidos, y Ávila destituyó al técnico, no lo justificó con alguna preocupación por el promedio o el descenso, sino por tratar, nueva e infructuosamente, de congraciarse con el público que aguantaba calor cada dos semanas en las gradas del Eduardo Santos. No fue sino hasta después de algunos partidos dirigidos por Barrabás, que llegó para el Finalización, que Ávila y la dirigencia se dieron cuenta que aquello que los periodistas deportivos más formularios llaman “el fantasma del descenso” podría estar persiguiéndolos a ellos.
Aunque gran parte de la hinchada ya se había dado cuenta de los cálculos errados, fue en este momento que el pánico comenzó a sentirse por la bahía y que los simpatizantes del equipo comenzaron a buscar cualquier medio para ayudar a la salvación. Iván Olaya, conocido por todos los samarios como “Pluto”, por el nombre del puesto de comida caliente que él opera, y reconocido por todos los asistentes al Eduardo Santos por usar un disfraz diferente en cada fecha para alentar al Unión, decidió, un partido a la mitad del torneo finalización, alejar ese malvado espíritu del promedio del campo sagrado del estadio samario. Le pidió prestada la sotana al cura de su barrio Bellavista y en el medio tiempo de un partido ante el Envigado, entró al campo con su disfraz de religioso bendiciendo cada parte del terreno de juego con agua bendita e intentando exorcizar los espíritus malvados. Pero, por supuesto, las ayudas que el Unión necesitaba no eran pocas. Un poco después de la mitad del torneo la empresa que los patrocinaba les había retirado el apoyo y la dirigencia no lograba pagar el sueldo de sus empleados. Así que, sin haber encontrado una ayuda económica, el Unión decidió buscar un auxilio aún superior. Para la temporada fue contratado, como asesor espiritual del equipo, el padre Bedoya quien, además de continuar con la bendición del terreno, como medida más importante, recomendó la contratación de Barrabás Gómez.
Sin embargo, el técnico paisa, en el camerino del Eduardo Santos, aún queriendo algo más de tiempo para poder rezar, urgió a sus jugadores a reunirse antes de salir a la cancha. Sabía que ya habían pasado más de dos meses desde que algún jugador recibía sueldo porque el Unión había perdido aquel patrocinio, pero también sabía cómo motivarlos. Habían luchado todo el torneo para salvarse y la gente los había acompañado en cada partido, no los podían defraudar. De los jugadores, aunque muchas veces tuvieron que pedir prestado para coger el bus que los llevara a los entrenamientos, aunque algunos no habían podido llevar a sus hijos al médico sin la ayuda económica de Gómez, aunque la comida escaseaba en la casa de muchos, ninguno pensaba en dejar a la deriva al equipo cuyos colores defendían. Todos arreglaron sus uniformes y se dieron un gran abrazo, mirando al suelo y dándose ánimos gritando. Afuera del túnel los esperaba Luis Fernando Iguarán, corresponsal samario de RCN, que intentaba con todas sus fuerzas ahogar su dolor de hincha, para hacerles unas preguntas a los jugadores. Todos ellos pasaron frente a su cámara sin decir palabra, con la vista puesta en el campo de juego que los esperaba y él, intentando detener el latir descontrolado de su corazón, tuvo que buscar un lugar para sentarse y tratar de calmar los nervios para ver el partido, mientras ahogaba los insultos y las arengas que querría haberle gritado a todo el plantel.
Éimer y sus dos amigos ya estaban en sus lugares en la tribuna oriental del estadio y Álvaro había comenzado un gran discurso en el que pretendía demostrar la imposibilidad del descenso del Unión Magdalena. “Es que el fútbol colombiano nació en Santa Marta”, decía, “Fuimos los primeros campeones del fútbol aficionado nacional, ¿es que no saben? ¡En 1928!”, continuaba “¡y de aquí salieron los más grandes jugadores de Colombia!”, terminaba con un grito herido. Yesid se le unía y recordaba: “es que fuimos campeones de este país en el ’68, ningún campeón puede descender”. Éimer seguía preocupado mirando el cielo en silencio y, ante los argumentos de sus amigos, sólo alcanzaba a murmurar: “pero está lloviendo…”.
La ceremonia de protocolo ya había terminado y el partido estaba a punto de iniciar. El Unión Magdalena salió decidido al mojado terreno de juego con el gran Eduardo Niño en el arco, acompañado por José “el Mono” Herrera, José Otero, Eitner Viveros, José Betán, Alfonso Cáceres, Yesid Trujillo, Alberto Zamora, el brasileño Marcelo Fernandes, Nelson Hurtado y Carlos “la Piña” Mendoza. Iguarán, contemplando a los jugadores, pensaba que era una buena nómina y trataba de entender cómo un plantel de buena calidad había llegado a estar en esta situación. Contemplaba al equipo disponiéndose en la cancha y se frotaba con cuidado la camisa a rayas azules y rojas debajo del chaleco que lo acreditaba como periodista, recordando cómo se había estado muriendo a fuego lento durante las últimas semanas, cómo cada domingo sentía una nueva puñalada en el pecho. Recordaba con especial tristeza la noche del 27 de Octubre en Neiva, cuando perdieron por 2-1 y Orlando Fuentes había desperdiciado un penalti para el equipo samario que habría cambiado toda la situación. Luis sabía que la presión de los medios había preocupado de tal manera a los jugadores que sus piernas se enredaban en los partidos, pensando en qué se diría de ellos al día siguiente, así que había tratado de ser moderado al hablar del tema con ellos. Pero ahora se recriminaba y trataba de buscar en su memoria alguna ocasión en la que hubiera predispuesto o preocupado a un jugador más de lo necesario.
El balón, sin embargo, ya se movía y el Unión salía con todo a atacar ante un América bastante indiferente. Pasados dos minutos, “La Piña” disparó desde el área chica, pero el arquero escarlata, Diego Gómez, logró contener el remate. La tribuna se levantaba y todos comenzaban a ver esperanza en el partido, era posible ganarlo. Hasta Éimer había gritado, ilusionándose con el gol. Minutos más tarde, José Herrera controló un pase con su brazo derecho, acomodó el balón al lado del pie a ese costado y convirtió un gol que puso a delirar a toda Santa Marta y que casi hace caer el Eduardo Santos. Pero, mientras que las tribunas enloquecían, Pluto saltaba, la barra cienagueña cantaba, Éimer se abrazaba con sus amigos y Luis Fernando trataba de ahogar sus más profundos gritos, el árbitro central, Jorge Hernán Hoyos, señalaba el área chica invalidando el gol a causa de la mano del delantero. Santa Marta volvió de repente a su estado de continua agonía y el Unión Magdalena, con el golpe del gol anulado, fue perdiendo el control del partido. El Unión comenzaba a desesperarse y “el Mono” Herrera y “La Piña” Mendoza miraban incesantemente hacia las tribunas, buscando apoyo, o al menos ánimos para seguir. Barrabás, saliéndose de su ropa, gritaba sin parar desde el banco y Yesid Trujillo, de muy mal partido, mostraba una cara de preocupación con la que parecía querer rezar a cada jugada.
Pero nada servía, el partido llegaba a la mitad con empate a cero. Éimer, que se había entusiasmado con el desarrollo del juego, una vez más volvía a preocuparse y Luis Fernando de nuevo tenía que tragarse al hincha que trataba de salir por todos sus poros para hablar con los jugadores. En el descanso hubo un gran silencio, ni la sirena de Balín en la norte, ni el tambor de Gilberto Mejía en la barra cienagueña, ni los gritos de Pluto en Occidental se oían. Lo único que los hinchas del Ciclón podían hacer era morderse las uñas. En el camerino, mientras Iguarán esperaba para hablar con alguien, Barrabás daba un severo sermón, instando a sus jugadores a conectarse más en medio campo, a no perder pelotas tontas en defensa y a arriesgar con más tiros al arco, mientras les recordaba que había un departamento entero que esta tarde lluviosa dependía de ellos.
La ayuda divina abandonó el terreno de juego cuando Trujillo fue reemplazado por Ariel Bravo y el partido se reanudaba, quince minutos de angustiante silencio después. El segundo tiempo comenzó de manera totalmente opuesta al primero. América dominaba el juego pero, luego de varias llegadas, al tercer minuto, el delantero del Ciclón Eitner Riveros fue derribado dentro del área rival y el árbitro pitó penal. Todo el estadio y toda la bahía estaban celebrando. Éimer, incrédulo, se abrazaba con sus amigos, mientras que Yesid saltaba y gritaba “yo lo sabía, yo sabía, ¡un equipo grande no puede descender!”. En el banco, presa de la emoción, Barrabás miraba casi arrodillándose y enviaba la orden para que “El Mono” pateara el balón. Un nuevo silencio se apoderó del estadio mientras el cienagueño acomodaba la pelota en el punto blanco. Limpió el barro del balón con su camisa antes de darle dos vueltas y ponerlo en el piso. Miró detrás del arco a la tribuna norte, donde todos esperaban tensionados el fin de esta acción. Dio dos pasos hacia atrás y comenzó una carrera con la pierna derecha, impactando la pelota con su pie izquierdo. Todos los aficionados siguieron atentos el recorrido del balón, desde que se levantó del piso hasta que, recorriendo 16,5 metros, fue a parar a las manos de Diego Gómez, arquero del América. “El Mono” se quedó durante cinco segundos parado sobre el punto blanco, contemplando el balón en las manos de Gómez, mientras que en el estadio, y en toda la ciudad, se escuchó un grito de decepción, un ruidoso llanto de frustración. Los jugadores, con un nuevo golpe en contra y comenzando a desesperarse, se miraban atónitos dentro del campo sin saber qué más hacer.
El América siguió teniendo el balón y, al minuto 14, en una de sus llegadas, uno de sus delanteros, Jairo “el Tigre” Castillo, fue derribado por Alberto Zamora y la jugada terminó en penalti para el equipo visitante. El corazón de toda Santa Marta se detuvo, Iguarán, observando desde el puesto de prensa, habiendo fallado en su intento por controlar los nervios, se desvanecía pues sabía que en la bahía se respiran dos aires: brisa del mar y fútbol. Él, sintiendo que se ahogaba, se agarró el pecho angustiado. También sabía que remontar un marcador en contra, de la manera en la que se estaba jugando no iba a ser fácil. Pero ahora, temblando y sintiendo que se le escapaba la vida, encontraba una nueva preocupación. Además del Unión, le preocupaba su trabajo. Sabía que no había un deporte en Santa Marta que entusiasmara tanto como el fútbol y que con el Unión en la B, poco a poco se irían agotando sus notas, pues poco le importarían a la audiencia los partidos contra el Girardot F.C o el Cooperamos Tolima. Luis Fernando se acomodó para ver de cerca cómo “El Tigre” ponía el balón en el punto blanco al otro lado de la cancha y, sin mayor preámbulo, conseguía abrir el marcador y poner en ventaja a su equipo. Nuevamente, el silencio en la cancha era sepulcral: ya los asistentes no estaban viendo un partido de fútbol, ahora atendían un funeral. Barrabás, que estaba de espaldas a la jugada, bajó los brazos en un gesto de frustración al ver la reacción decepcionada de la hinchada, mientras que miraba hacia el banco y buscaba alguna solución. Los jugadores, casi tendiéndose en el piso, suspiraban mientras comenzaban a contemplar su destino. Cerca al mediocampo, “La Piña”, de pie, contemplaba las tribunas y sentía agua en sus ojos. En las gradas, desanimados, Alberto y Yesid se encogían de hombros, mientras que Éimer repetía “vamos a descender”. En su puesto, Iguarán controlaba las lágrimas mientras anotaba en su libreta “buen penalti, hacia la derecha del arco”.
Las barras de la norte, frustradas y con lágrimas, ya habían perdido la esperanza al minuto 20, cuando comenzaron a cantar “olé, olé”, para burlarse de su propio equipo. En la cancha, desorientados y con una rabia impotente, los jugadores intentaban cualquier maniobra para anotar un gol, pero siempre los jugadores del América recuperaban el balón y creaban una nueva opción a su favor. Éimer, sentado y en silencio, veía cómo sus amigos comenzaban a aceptarlo. El Unión Magdalena estaba descendiendo.
El partido estaba a punto de terminar cuando el atacante del América Luna cayó en el área y un nuevo penalti para la visita fue cobrado. Los hinchas del Unión comenzaban a abandonar el estadio para poder comenzar a llorar sus penas, mientras que Éimer y sus amigos permanecían contemplando quietos y en silencio, con lágrimas que comenzaban a escaparse. Luna pateó el balón sin preocuparse mucho por su destino y Eduardo Niño lo logró atrapar. El arquero hizo un saque rápido que el mediocampo del Unión le entregó con gran agilidad por el centro a Ariel Bravo, quien, al tener a Diego Gómez encima, pateó el balón en un globito que terminó dentro del arco. Incrédulos, los hinchas que quedaban se abrazaban y saltaban alegres. Quizás la esperanza aún no estaba perdida, quizás los espíritus malignos se habían apiadado del equipo, quizás aún quedaba tiempo para marcar un gol y conseguir tres puntos vitales.
Pero, mientras que Yesid y Alberto lo abrazaban aún celebrando, Éimir veía que el peor presentimiento que había tenido en su vida se convertía en realidad. El juez había señalado el centro del campo y el partido se había acabado. El Unión era de la B.
Desolados, los jugadores cayeron tendidos en el campo y comenzaron a llorar. “La Piña”, de rodillas y derrotado, agarraba su camisa entre las manos y la pasaba frente a su cara, limpiando las lágrimas. Los jugadores del América, viendo devastados la escena, se acercaron a sus rivales e intentaron consolarlos, abrazándolos y pidiéndole aplausos a la tribuna por el esfuerzo de su equipo. Los hinchas, aunque adoloridos y muchos escondiendo su cara entre más lágrimas, estuvieron de acuerdo y despidieron al Unión del campo con un fuerte aplauso. El equipo abandonó el terreno y apareció en escena Eduardo Ávila. Los aficionados entonces, heridos hasta el alma, comenzaron una retahíla de insultos e improperios que aún no ha terminado y algunos asistentes, los más dolidos, saltaron la barda que separaba a la cancha de las tribunas e intentaron agredir al dueño. Él logró disuadirlos valiéndose de más insultos, de sus guardaespaldas y de la ayuda de la policía y siguió su camino sin decir más palabra. Los jugadores, entonces, pasaron frente Luis Fernando quien, a pesar de apenas poder contener las ganas de insultarlos y, al mismo tiempo, de llorar con ellos, retuvo sus lágrimas adentro y con la voz que casi se partía preguntó qué había pasado. Declararon uno tras otro, con la mirada baja y el pecho aplastado, recitando como una lección de primaria: “Hicimos lo que dijo el profe”, “es una tristeza por la gente que nos acompañó”, “Hicimos lo que pudimos”.

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4 Contragolpes a “El Unión Magdalena y el descenso a los avernos”

  1. # Anonymous Anónimo

    "dimos lo mejor de nosotros"  

  2. # Blogger Juan Felipe Chamorro

    Oíste, muy buena esa crónica!!  

  3. # Blogger Mr Brightside

    Oiga se me puso la piel de gallina. Ustedes saben, el fantasma del descenso aún no se ha ido del Alfonso... cambien a la piña por Sherman y al Mono Herrera por Edisson Pinzón, y a Eimer por Mr Brightside, y la Hotelería por la Ing Ambiental.  

  4. # Blogger Carlos A

    Y hoy se completa otro año más sin el infame Morrito,la valla de Aceite Topacio,la sirena humana y la barra "Árbitro Hijueputa".
    Ah juemadre,qué falta hace el Unión.  

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